Por: Luc Boltanski
VientoSur.info
Miércoles 13 de noviembre de 2013
[Este texto, publicado en el número 15 (2012) de la revista Contretemps, es la trascripción de una conferencia de Luc Boltanski en la universidad de verano del NPA, el 26 de agosto de 2011. Lo publicamos en una versión ligeramente reducida, en la que hemos eliminado solamente algunos breves comentarios sin importancia para el contenido fundamental del texto y difíciles de entender fuera de Francia].
[…] El momento en que se desencadena una revuelta pertenece a la categoría del acontecimiento. Un acontecimiento es siempre una singularidad, cuya especificidad consiste en inscribirse en un determinado estado del espacio-tiempo. Todas las revueltas son singulares. Pueden hacerse aproximaciones entre diferentes revueltas, intentar establecer series históricas, pero esto no quita nada, a fin de cuentas, a la singularidad de cada acontecimiento de este tipo.
Ahora bien, las ciencias sociales están construidas en gran medida según el modelo de las ciencias de la naturaleza, que se apoya a su vez en un esquema heredado del pensamiento griego antiguo que pretende distinguir claramente lo accidental de lo esencial. Según este esquema, la ciencia no tiene nada que ver con lo accidental y sus investigaciones sólo pueden tratar de las dimensiones esenciales, y por tanto permanentes, de los procesos que toma como objeto. Volvemos a encontrar esta idea en el estructuralismo moderno. De donde se derivan, por ejemplo, muchos debates sobre si la historia, o la medicina, la política o la estrategia, deberían ser consideradas propiamente ciencias o si estas disciplinas empíricas no serían más próximas al arte, o a lo que los antiguos denominaban la prudencia, entendida como una especie de capacidad, más o menos imprecisa, interiorizada, que permite comprometerse con éxito en el terreno de la acción práctica. Pienso que sería muy importante para las ciencias sociales superar esta oposición y construir conceptos y métodos que permitieran a estas disciplinas pensar estos acontecimientos. Pero por ahora no es el caso. Como saben los historiadores o los sociólogos, calificar un trabajo histórico de “referido a un acontecimiento” o un trabajo sociológico de “anecdótico”, sigue siendo todavía hoy una forma de descalificarlo, como si la vida social no fuera otra cosa que una sucesión de “anécdotas”. La rehabilitación del acontecimiento y de la anécdota es por tanto, a mi juicio, una tarea importante para las ciencias sociales.
Por tanto, las ciencias sociales consideran que su objeto lo constituyen sobre todo las dimensiones estables y permanentes de las acciones humanas. Lo que los sociólogos denominan “regularidades”, a veces establecidas desde el siglo XIX apelando a técnicas estadísticas. Esto tiene dos consecuencias para el objeto de nuestra reflexión. La primera es que la cuestión de por qué no hay revueltas parece mas accesible que la cuestión de saber por qué las hay, y que ha sido tratada, me parece, más minuciosamente por los sociólogos, los politólogos o los filósofos, que la cuestión inversa de por qué hay rebeliones. En efecto, el estado de no-rebelión puede ser tratado como un estado estable, dotado de cierta permanencia, y puede ser aprehendido bastante fácilmente por medio de la descripción de los condicionamientos, asociados a estructuras, que aseguran la robustez de lo que se denomina un cierto orden social. La segunda es que la cuestión de por qué hay revueltas ha sido aprehendida sobre todo intentando reconstruir las circunstancias en que se manifiestan las revueltas. Con el objetivo de establecer, comparando diferentes revueltas, clases de circunstancias favorables a su aparición, lo que vuelve a llevarnos, más o menos, a un planteamiento de aspecto estructural. Dicho de otra manera, existirían condiciones estructurales que se pueden calificar de “normales”, en las cuales los actores aceptan, más o menos implícitamente, el orden tal cual es, y otras condiciones estructurales, más raras, que serían favorables al desarrollo de las revueltas. Pero, para estos enfoques, cada revuelta particular sigue siendo una especie de misterio sobre el cual, en el fondo, no hay mucho que decir. Otro efecto, paradójico, de este tipo de enfoque tan frecuente en las ciencias sociales es la tentación de reducir la singularidad del acontecimiento de la revuelta tomada como objeto de estudio, e incluso cuestionar que se trate verdaderamente de una revuelta. Muchos sociólogos e incluso historiadores se ingenian así en demostrar que bajo la apariencia de un acontecimiento que vendria a modificar profundamente el orden político y social existente, están actuando las estructuras, capaces de rehacerse en el periodo largo –como decia Fernand Braudel–. Son siempre los mismos grupos los que intervienen. Los dominantes de antes de la revuelta son también los dominantes después, aunque hayan cambiado de aspecto. Para estos analistas, que podrían calificarse de pesimistas o de optimistas según sus compromisos politicos les inclinen hacia la izquierda o hacia la derecha, nunca ha habido nada nuevo bajo el sol.
Explicar la ausencia de revuelta vs. explicar la revuelta
Voy a partir de la oposición que acabo de plantear, para defender la idea de que uno de los problemas centrales de la sociología política se presenta de la siguiente manera. Por una parte, existe en sociología política marcos teóricos, bastante numerosos y bastante sólidos, para explicar por qué la gente no se rebela. Son, por decirlo brevemente, las teorías del consenso y, sobre todo, las teorías de la dominación. Existen por otra parte teorías, a mi juicio menos elaboradas conceptualmente, que pretenden explicar por qué la gente se rebela. Pero estos dos géneros de teorías se han desarrollado de forma más o menos independiente las unas de las otras y han tenido tendencia a ignorarse.
Añadiré que, de forma bastante paradójica, hay que decirlo, las teorías que pretenden conocer por qué la gente no se rebela han sido elaboradas sobre todo por teóricos de izquierdas. Esto es cierto, desde luego, en el caso de las llamadas teorías de la dominación o de la reproducción. A la inversa, las teorías que pretenden comprender por que la gente se rebela han sido elaboradas más bien por teóricos conservadores o, a lo sumo, socialdemócratas.
Las teorías de la dominación. Voy a señalar brevemente algunos ejemplos de marcos teóricos que pretenden comprender por qué la gente no se rebela y parece aceptar el orden en que está sumergida, incluso cuando se encuentra desfavorecida o explotada. Estas teorías han sido asociadas con una decepción, respecto a las esperanzas de revolución en Europa occidental, sobre todo tras el fracaso de la revolución alemana de 1918. Pero también con una decepción ante el rumbo tomado por la revolución soviética con el ascenso del estalinismo. El desarrollo de este tipo de teorías vino después estimulado por el rápido y poderoso ascenso de los movimientos fascistas y por su capacidad de suscitar la adhesión de una parte de la clase obrera. Estas teorías pretenden proporcionar marcos analíticos que permitan comprender por qué las promesas del marxismo aparentemente no se han cumplido (en vez de preguntarse si no había sido una mala interpretación del marxismo. Es en cierto modo un movimiento comparable a las escatologías apocalípticas de los primeros siglos del cristianismo, que intentaban comprender por qué Cristo tardaba en volver para cumplir las promesas del Reino).
La historia de la Escuela de Frankfurt ofrece buenos ejemplos de construcción de estas teorías de la dominación y de la aceptación de la dominación. El giro pesimista en la reflexión de los filósofos de la Escuela de Frankfurt, que conducirá a la Dialéctica negativa de Adorno, pretende comprender cómo las promesas de emancipación han podido quedar sumergidas por el ascenso del fascismo, del nazismo y del estalinismo, con la aceptación, al menos pasiva, de una parte importante de la clase obrera.
Este pesimismo se reforzó por el malestar que suscitaba entre muchos filósofos de Frankfurt refugiados en los Estados Unidos el choque con la sociedad americana, cuyas clases populares parecen aceptar la explotación de que son objeto. Este fenómeno es achacado a mecanismos psico-sociológicos complejos, que conducen a los actores a interiorizar los valores en cuyo nombre son explotados. Los filósofos de Frankfurt, sobre todo Adorno y Marcuse, destacan el papel que juega en la sociedad americana la industria cultural, el cine, los medios de comunicación, la cultura de masas, etc., y en los procesos de aceptación de la autoridad a través de la represión sexual durante la educación primaria. Para un pensador como Marcuse, el modelo de dominación desarrollado en los Estados Unidos no es menos totalitario que el fascismo o el estalinismo, aunque se efectúe por medios menos violentas y parezca compatible con ideales democráticos. En el curso de estas reflexiones, se hace una interpretación de la violencia social que después será retomada y reelaborada por Pierre Bourdieu. Para comprender la violencia, no sólo hay que considerar la violencia física patente, sino también la violencia simbólica que conduce a resultados similares, aunque de manera disimulada y con una aceptación al menos aparente por quienes sufren esta violencia.
Veinte años más tarde, la sociología critica francesa de los años 1960-1970 se plantea un problema similar. A comienzos de los años 1960, hay un tema que ocupa un lugar muy importante en la sociología conservadora y/o de izquierda socialdemócrata. Es el tema del final de las ideologías, desarrollado en Francia sobre todo por Raymond Aron. Y del final de la lucha de clases. Según estos teóricos conservadores, el mundo occidental ha entrado en una “sociedad de la abundancia”, que anuncia la disolución progresiva de las clases sociales (en provecho de una gran clase media) y el debilitamiento de las luchas de clases. Sociólogos como el inglés John Goldthorpe describen al nuevo obrero de la sociedad de la abundancia, que ha abandonado el proyecto de emancipación por medio de la revolución, sustituyéndolo por esfuerzos para integrarse en la sociedad socialdemócrata, combinación de estatismo y de mercado, mediante la escuela, la movilidad social y el acceso al consumo.
La sociología crítica, que vuelve a despegar durante los años 1960-1970, buscará argumentos para contrarrestar este esquema. Intentará demostrar que las desigualdades y la dominación siguen siendo igual de importantes. Pero debe explicar también, y sobre todo, por qué estas desigualdades y esta dominación no provocan más rechazo y revuelta. En este contexto de lucha ideológica se sitúan las nuevas teorías de la dominación que destacan el papel que desempeñan las instituciones culturales, y en particular la escuela, en los procesos de difusión y de interiorización de la violencia simbólica.
En relación a este tipo de problemas hay que comprender algunos de los conceptos desarrollados por Pierre Bourdieu, en particular los referidos a la escuela como lugar de legitimidad, de cultura legítima y de interiorización de la dominación. Dicho en pocas palabras, uno de los efectos de la inculcación escolar es llevar a los actores a interiorizar e incluso a incorporar los esquemas de una cultura legítima. Por medio de esta interiorización y de esta incorporación de la cultura legítima, los actores dominados llegan a aceptar como normal la dominación de que son objeto.
Durante los últimos veinte años, las teorías de la dominación han seguido su recorrido, tomando esta vez mucho de la obra de Michel Foucault. En vez de una cultura dominante más o menos monolítica, estos nuevos teóricos de la dominación toman como objeto de análisis los micropoderes que atraviesan la sociedad y cuyo entrecruzamiento no constituye necesariamente una totalidad coherente. El mantenimiento del orden depende de la capacidad de los modos de gobierno para levantar dispositivos políticos que permitan sacar partido de fuentes de dominación relativamente heterogéneas, e integrar procesos que se ejercen a diferentes escalas, desde la escala global en que operan las instancias económicas y financieras internacionales, hasta las escalas locales donde siguen siendo dominantes las formas tradicionales y personales de sujección.
Un buen ejemplo es el libro de Béatrice Hibou dedicado a la situación en Túnez bajo el régimen de Ben Ali, La force de l’obeissance. Economie politique de la répression en Tunisie [La fuerza de la obediencia. Economía política de la represión en Túnez], publicado en 2006. Béatrice Hibou muestra en este libro cómo los dispositivos financieros (la recapitalización de las deudas de dudoso cobro por parte del propio banco central, apoyado por los organismos internacionales) se asocian con relaciones locales tradicionales de clientelismo y con un conjunto de organizaciones controladas por el Estado para mantener una situación de dominación, “de obediencia” aceptada en cierta medida por los actores, como si hubieran interiorizado la imposibilidad de rebelarse contra esos mecanismos.
Disponemos por tanto, en el organum de las ciencias sociales desarrolladas en los últimos cincuenta años, de un vasto conjunto de modelos y de esquemas para explicar por qué los actores dominados no se rebelan contra la dominación que sufren.
Por qué hay revueltas: del resentimiento a la frustración relativa
Otros modelos teóricos han sido desarrollados, durante el mismo período, para explicar por qué los actores se rebelan, para explicar los movimientos de contestación y los movimientos revolucionarios. En gran medida, estos modelos explicativos han sido construidos por sociólogos y politólogos conservadores y/o socialdemócratas. Muchos de ellos se basan en una especie de psicología social, en concreto en el esquema del resentimiento, más o menos tomado de Nietzsche aunque con una orientación diferente, y en particular la que marcó en el primer tercio del siglo XX el filósofo y sociólogo alemán Max Scheler, en una obra que tuvo un gran impacto, El hombre del resentimiento (publicado en alemán en 1915 y traducido al francés en 1933. [Ver El resentimiento en la moral. Caparrós editores, 1993]).
La idea central es que hay un desfase entre, por una parte, las aspiraciones de las personas, la representación que se hacen de sí mismas y de sus capacidades, y por otra parte las posibilidades que objetivamente les ofrece la sociedad tal cual es, para alcanzar esas aspiraciones, para realizarse. Según estas teorías, los movimientos de revuelta se desarrollan cuando un número importante de actores han constituido aspiraciones y han adquirido una imagen de sí mismos y de sus capacidades que tienen pocas oportunidades de ver realizar en la sociedad en que se encuentran. Según estos análisis, las revueltas aparecen sobre todo en situaciones históricas en que una elevación del nivel general de riqueza y de actividad es seguida por una fase de declive. En dichas situaciones, las aspiraciones suscitadas por la elevación del nivel de riqueza ya no pueden realizarse (este esquema ha inspirado por ejemplo una influyente obra de Ted Gurr, Why Men Rebel, publicada en 1970).
Un tema recurrente en estos análisis es el exceso de personas con educación. Apareció, al parecer, en el siglo XVII en Inglaterra, para explicar los movimientos revolucionarios radicales provenientes del puritanismo protestante. Las universidades habrían formado a un número de pastores mucho mayor que el que podían absorber las parroquias. Estos pastores sin parroquia, sin rol social ni medios materiales de existencia, habrían desarrollado un resentimiento contra la sociedad que, al radicalizarse, les condujo a la revuelta. Modelos similares fueron argumentados para explicar la Revolución Francesa, sobre todo mientras la revolución estaba en curso, por el filósofo político inglés Burke. Estos análisis fueron retomados después por los historiadores de la revolución, conservadores o reaccionarios. Una de las causas de la Revolución Francesa habría sido el excesivo número de pequeños intelectuales miserables y llenos de resentimiento en el Paris de la segunda mitad del siglo XVIII.
¿Por qué estos análisis pueden ser calificados como reaccionarios? La primera razón es que ven la causa de las revueltas en el desarrollo de la educación. Toman como blanco a los sistemas escolares que permiten a niños provenientes de las clases populares acceder a niveles de educación y a diplomas a los que normalmente no habrían debido aspirar, y que no les abren la posibilidad real de ocupar en la sociedad un lugar correspondiente a sus aspiraciones y a la imagen que tienen de sí mismos.
La segunda razón es la forma como esta construida la idea de resentimiento. El hombre del resentimiento –como lo llama Max Scheler– no se rebela porque tenga deseos, aspiraciones y valores diferentes a los reconocidos por la sociedad en que está inmerso. No quiere otra cosa que lo que le ofrece la sociedad tal cual es, no vive de forma diferente, no piensa de forma diferente. Posee, de hecho, los mismos valores que los grupos dominantes y tiene los mismos deseos que los dominantes. Pero se rebela porque no puede realizar estos deseos. En las versiones más psicologizantes de estos enfoques, la revuelta se manifiesta por un odio contra la sociedad que no es sino la transformación del odio contra sí mismo. El rebelde, movido por el resentimiento, ataca a los objetos, a las instituciones y a los valores de la sociedad en que vive, no porque los juzgue inútiles o nocivos, sino simplemente porque no puede obtenerlos. Y este odio es la transformación de un odio contra sí mismo en tanto que el rebelde se desprecia y se detesta a sí mismo por no ser capaz de realizar sus propias aspiraciones. Por ejemplo, por ser incapaz de acceder a la riqueza que le permitiría adquirir los bienes que codicia. O incluso por no ser lo bastante inteligente y trabajador para encontrar su lugar en la institución escolar y para realizar sus aspiraciones profesionales.
Este tipo de análisis es indisociable de la utilización, igualmente desviada, de otro concepto nietzschiano como es el nihilismo, traducido a veces en términos dostoyevskianos, vagamente inspirados en la novela Los demonios. Estas revueltas serían nihilistas, porque no pretenderían crear un nuevo orden, entendido como un orden moral, sino que tendrían como objetivo destruir toda forma de orden y de valor, y ahogar dicha moral en un “relativismo” absoluto.
Análisis de este tipo reaparecen con regularidad en los períodos de crisis económica y/o social. Bajo la pluma de autores reaccionarios, aunque también, hay que decirlo claro, de politólogos, filósofos o sociólogos que se consideran reformistas de izquierda. Además de las ya mencionadas explicaciones históricas para determinar las causas de la Revolución Francesa, también fueron muy utilizadas en los años 1880-1914 para explicar y condenar los movimientos socialistas radicales y sobre todo las corrientes anarquistas. Resurgieron en los años 1930-1940 para explicar, en esta ocasión, la adhesión de “las masas” a ideologías totalitarias, como el estalinismo, el fascismo y el nazismo. Entendiendo a este último como una mera adhesión a la fuerza bruta en detrimento de toda moral y de todo valor. (Lo que es falso. La reciente historiografía, por el contrario, ha insistido en que el nazismo se apoyaba desde luego en “valores”, en una “moral” –aunque el término parezca incongruente en este contexto– y también en una sociología rudimentaria).
El mismo tipo de análisis fue recuperado también para explicar el movimiento hippie, la revuelta de los jóvenes en los Estados Unidos contra la guerra del Vietnam, y después, al menos en parte, Mayo 68. La revuelta de la juventud de los años 1960-1970 fue interpretada, en su momento, como una revuelta de jóvenes originarios de la burguesía y de la pequeña burguesía, inquietos por no poder acceder a las posiciones sociales que pretendían. Estos jóvenes atacaban a la “sociedad de consumo” simplemente porque sus aspiraciones al consumo estaban trabadas. Y como en el pasado, se relacionó este fenómeno con el desarrollo de la escolarización, en particular de la enseñanza superior, durante los años 1960.
Este tipo de explicación de la revuelta retorna escandalosamente en los últimos años en Francia. Daré algunos ejemplos. Muchos comentaristas han presentado la revuelta del 2005 en las barriadas como una revuelta sin reivindicaciones y sin objeto político. Como una revuelta pura, movida por el resentimiento y por el nihilismo. Los jóvenes de barrio la habrían emprendido contra los objetos de consumo, como los vehículos, porque poseer esos objetos era para ellos un ideal inaccesible. Habrían atacado a las escuelas, a los institutos, a todas esas magníficas instituciones que la gente de “buena voluntad” había levantado para ellos –para su bienestar y para su “porvenir”– porque, embrutecidos por la droga y perezosos, se sabían incapaces de triunfar en la escuela, etc. Más recientemente, los periódicos han difundido tópicos del mismo género para explicar los movimientos de revuelta, calificados de motines, ocurridos en Gran Bretaña. Serían la obra de “bandas”, movidas no por un rechazo de los modelos, especialmente de los modelos de producción y de consumo, en que se basa una sociedad que los rechaza, sino por la única preocupación de acceder al consumo sin tener que trabajar, por medio del robo y de la destrucción.
El mismo tipo de esquemas se utiliza para interpretar el resurgimiento en la sociedad francesa de un espíritu libertario, como se ha visto por ejemplo con ocasión de la persecución policial de que fueron objeto los jóvenes que habían fundado en Tarnac una especie de comunidad para vivir a su manera y para poner en práctica y difundir sus ideas. Ellos también, como los anarquistas de comienzos del siglo XX, han sido considerados peligrosos nihilistas que desprecian todo valor y toda moral (Julien Coupat cuenta, en una entrevista, que los policías que les interrogaban estaban convencidos de que vivían en Tarnac en la mayor promiscuidad sexual y practicaban orgías).
Uno de los temores de los poderes actuales es que se desarrolle una juventud desocupada, no encuadrada por los sistemas de Estado y no integrada en las empresas. Los mismos responsables políticos que por un lado toman las decisiones causantes del desempleo y de la precariedad, por otro se inquietan y se indignan al ver a tantos jóvenes –a menudo a jovenes intelectuales– “abandonados a sí mismos” –como dicen–, esto es, no manejados por los aparatos de Estado o por la disciplina de empresa. Como consecuencia de este vacío de poder, estarían dispuestos a “todas las aventuras”, incluido el “terrorismo”.
La crítica sobre Internet suele estar asociada a este tipo de temores. Internet sería el espacio donde estos jóvenes “desorientados” encontrarian el alimento que les empuja a la revuelta (Éste es, como se sabe, uno de los caballos de batalla de Alain Finkelkraut, hoy dia, junto a Luc Ferry, uno de los buques insignia del pensamiento neo-conservador francés, simple reproducción de los neo-conservadores americanos, mentores de Bush).
Buen número de las medidas adoptadas por los gobiernos de Sarkozy pretenden, bajo la apariencia de defender la “seguridad” o de hacer economías presupuestarias, limitar y encuadrar a todos estos jóvenes, en muchas ocasiones jóvenes intelectuales o jóvenes artistas, que viven en las condiciones más precarias, considerados potencialmente portadores de un espíritu nihilista que pone en peligro el orden existente o, como dicer, “la sociedad”, o incluso, como también suelen decir, “la convivencia”. Es el caso, por ejemplo, de la Ley de Seguridad Interior, llamada Loppsi 2. Y también de muchas medidas que pretenden limitar el número de los estudiantes que preparan la tesis, o el número de trabajadores intermitentes y de compañías de teatro. O incluso los intentos, no coronados con éxito, para implantar dispositivos de aprendizaje que se consideran más integradores y menos peligrosos que el frecuentar la escuela y, sobre todo, la universidad.
Añadiré que se encuentra actualmente, entre pensadores bienintencionados de izquierda moderada o de derecha moderada (lo que muchas veces viene a ser casi lo mismo), una gran nostalgia respecto a antiguas instituciones, hoy desaparecidas o en declive, a las que se reconoce capacidad de encuadrar a los jóvenes y canalizar su indignación. Esta indignación es considerada un rasgo, en cierto modo natural, casi biológico, de la juventud. La juventud es vista, en este contexto, como el momento en que las personas deben abandonar las ilusiones adolescentes para decidirse a aceptar la realidad tal como es, es decir, resignarse a que sea como es, lo que es considerado como el signo mismo del paso a la edad adulta. Esta gente bienintencionada lamenta no sólo el debilitamiento de la iglesia católica, en beneficio de aspiraciones espirituales consideradas ociosas, del tipo new age, o incluso ecológicas profundas, etc. A veces llegan también a manifestar, lo que es sorprendente por su parte, una nostalgia implícita hacia los viejos partidos comunistas de Europa occidental, que tan bien sabían canalizar la revuelta de los trabajadores y sobre todo de los jóvenes, y organizaban grandes cortejos de protesta, lo cual, es cierto, molesta a la circulación, pero es menos dañino que los motines y amenaza menos a los poderes económicos.
En este marco, hay que destacar una temática ideológica que, como un autentico veneno, está invadiendo el pensamiento político francés, desde la extrema izquierda a la extrema derecha. Se la puede llamar neo-republicanismo. Esta ideología consiste, en pocas palabras, en reconstruir, de manera idealizada y ficticia, los valores con que se identificó la Tercera República sin ponerlos nunca en práctica. Por ejemplo, la laicidad (reivindicada hoy día para legitimar la islamofobia). O la igualdad escolar que, como lo ha demostrado la sociología crítica de los años 1960-1970, era un mito –el mito de la “escuela liberadora”, asociada a la ideología del talento. […]). Por no hablar de las múltiples intervenciones en el mundo del trabajo y de la producción que utilizan el argumento del desempleo para actualizar una xenofobia comparable a la que invadió Francia en los años 1930, bajo la presión de los empresarios políticos tentados por el fascismo.
¿Se puede tratar en un mismo marco la ausencia de revuelta y la revuelta?
He señalado la existencia de dos géneros de teorías que siguen evoluciones casi independientes unas de otras. Las primeras, por lo general de izquierdas, pretenden explicar por qué la gente no se rebela. Y las segundas, más bien de derechas, que pretenden explicar por qué la gente se rebela. Hacia donde habría que tender es a construir o a reactivar teorías susceptibles de analizar, con los mismos esquemas, los períodos durante los cuales la adhesión al orden existente parece firme, y los períodos marcados por revueltas de envergadura. Considerándolos asi como dos momentos de un mismo proceso.
Quisiera proponer, para acabar, algunas pistas que van en este sentido.
Una primera orientación es preguntarse por lo que se debe entender con términos como “realidad” o “realidad social”. En una obra reciente (De la critique, publicada en 2009), he propuesto que tomemos en serio la idea, hoy dominante en sociología, de que la realidad esta construida. Decir que la realidad está construida significa que lo que se presenta ante nosotros como realidad es un sistema de condicionamientos que en sí mismos no tienen nada de necesarios, aunque los poderes los presentan como si fuesen casi naturales (en particular en el ámbito de la economía). La realidad está muy construida. Pero esta construcción se apoya en un conjunto de esquemas, de formatos, de reglas, que, en muchos casos, tienen una base jurídica.
Entre estos formatos, hay que destacar todas esas pruebas, todos esos tests, a los que nos confrontamos casi a diario, en particular en la vida en el trabajo, aunque no sólo. A través de estas pruebas los demás, y en general las personas que detentan un poder, emiten constantemente juicios, que se estiman legítimos, sobre nuestras capacidades y sobre nuestros actos. Estas pruebas se suelen hacer en nombre de la justicia, entendida en un sentido meritocrático, por lo que no es exagerado decir que los principales ataques a la igualdad se hacen en nombre de la justicia, al igual que los principales ataques contra las libertades lo son en nombre de la seguridad.
En este entramado de pruebas tienen un papel social preponderante las pruebas de selección. En cierta medida, podría decirse incluso que todas las pruebas son pruebas de selección. De los resultados de estas pruebas dependen las posibilidades de acceder a posiciones privilegiadas y deseadas, o por el contrario ser rechazado y dejado de lado.
Estos formatos, estas reglas, estas pruebas, que son en cierta medida los ladrillos en que se basa la construcción de la realidad, mantienen las expectativas y aseguran una cierta previsibilidad a la vida cotidiana. Hay cosas muy probables […]. Hay cosas posibles y otras que tienen muy pocas posibilidades de realizarse, o incluso son propiamente imposibles. Ser realista, o simplemente tener buen sentido, como se suele decir, es tener una percepción más o menos justa de lo que distingue lo probable de lo improbable, lo posible de lo imposible.
En las sociedades europeas, desde la segunda mitad del siglo XIX el Estado-nación se ha encargado en buena medida de esta construcción de la realidad. El Estado es, en última instancia, el responsable de las pruebas, de los formatos y de las reglas en que se basa el orden social. Hay que señalar que esto no siempre ha sido así. Cuando se crearon los grandes Estados-naciones se formó el proyecto que pretende estabilizar la realidad para una población supuestamente homogénea (o que debería ser apoya a la vez en las nuevas instituciones políticas de la democracia formal, en el derecho, en las instancias judiciales y de policía, y en una confianza sin límites en el poder de la ciencia. Por un lado, de las llamadas ciencias de la naturaleza, y por otro de las ciencias sociales, desarrolladas en la misma época. Las correspondencias entre la sociología durkheiniana y la ideología republicana son, por ejemplo, una buena muestra de la implicación de las ciencias sociales en el proyecto estatal. Hay que decir, en todo caso, que este proyecto verdaderamente demiúrgico nunca ha llegado a realizarse por completo (ni siquiera en los Estados autoritarios o totalitarios), por la tensión entre la lógica del territorio, que es la del Estado, y la lógica de los flujos, que es la del capitalismo, entonces en pleno desarrollo. El capitalismo se ríe de las fronteras.
Sin embargo, tomar en serio la existencia de una realidad construida no significa que todas nuestras experiencias se inscriban en este marco, lo que le daría un carácter total e incluso totalitario. A la realidad, considerada como acabo de hacerlo, conviene oponer lo que denomino el mundo, definido como todo lo que ocurre (e incluso, en cierto modo, todo lo que es susceptible de ocurrir). Con este término de mundo no hay que entender aquí ni el universo ni tampoco el globo terrestre, como cuando se habla de globalización.
El mundo –en el sentido con que utilizo el término– es un recurso indefinido y cambiante en el que se enraízan multiplicidades de acontecimientos y de experiencias. Por esta razón, aunque se pueda trazar el proyecto de hacer un cuadro de la realidad en una determinada sociedad y en un determinado momento de su historia, sería vano querer delimitar los contornos del mundo, que es, por esencia, no totalizable. La realidad está construida, pero al precio de una selección en la multiplicidad de los procesos, de las experiencias y de los acontecimientos que encuentran su origen en el mundo. Algunos son reconocidos, cualificados, nombrados, organizados de forma que ocupen lugar en el orden de la realidad. Se desprende de ello que cada uno de nosotros vive experiencias y participa en acontecimientos que se enraizan en el mundo aunque no sean objeto de una inscripción en el marco de la realidad tal como está construida.
Estos acontecimientos, estos procesos y estas experiencias son a veces difíciles de identificar, precisamente porque quienes las viven no disponen de lenguajes, de formatos y de esquemas que perminan nombrarlos y delimitarlos. Pero sin embargo los viven. Y estas experiencias, las de la incomprensión, la opresión, el rechazo, la injusticia, se insertan profundamente en sus espíritus y en sus cuerpos. No les son extraños y estimulan sus capacidades críticas.
El principal reproche que, a mi juicio, se puede hacer a la sociología crítica de Bourdieu, en sus formas standards, es haber dado demasiada fuerza a los dispositivos de dominación, como si fueran capaces de colonizar por completo la experiencia de los actores y de inhibir sus capacidades criticas. Caricaturizando un poco, puede decirse que, según estas concepciones, los actores vivirían en una especie de ilusión permanente, y que sólo el sociólogo estaría en condiciones de desvelarles la verdad de su condición. Ésta es en cierto modo la crítica que Rancière hace a Bourdieu. Ahora bien, el trabajo de campo, en particular el llevado a cabo en situaciones de pelea, muestra que los actores están lejos de ser ciegos y que disponen de capacidades críticas. Pero son realistas. Es decir, saben que no está en su mano el poder cambiar los contornos de la realidad, ellos solos y con su sola voluntad individual. Y este saber, que no es una resignación, les incita a limitar, no tanto el número como la extensión de sus críticas. El camarero podrá indignarse porque su colega haya cobrado una prima, y él no. Pero no se indignará, en situaciones normales, por el hecho de ser camarero y no profesor universitario o ejecutivo de una empresa. O al menos no lo hará públicamente.
Estas observaciones permiten tal vez comprender mejor el paso entre momentos de aceptación tácita de la realidad, tal como es, en un determinado orden social, y momentos de rebelión donde esta realidad es cuestionada. Los períodos de aceptación son los períodos durante los cuales la realidad consigue hacer creer en su robustez. Todo se sostiene, todo parece sostenerse. Se puede sacar partido de las pequeñas diferencias. Pero no de las grandes diferencias, porque los formatos en que se apoyan parecen encajar mutuamente. La realidad es la más fuerte.
A la inversa,.pueden desarrollarse períodos marcados por revueltas cuando la realidad parece deshacerse y cuando la robustez de la realidad ya no parece evidente. Por ejemplo, cuando las numerosas mentiras de Estado quedan desveladas. O cuando las promesas de los poderes no se sostienen. O cuando, bajo el efecto de las aventuras del capitalismo, y singularmente hoy de las finanzas, una situaciones que parecían condenadas a seguir indefinidamente se hunden en una noche. Sobre estas fallas de la realidad construída puede apoyarse la revuelta para contestar el orden social y lo que se podría llamar la realidad de la realidad. Y, al mismo tiempo, para llamar a la construcción de otra realidad.
Durante estos períodos, las experiencias de los actores que se enraízan en el mundo, y que no encontraban ni su lugar ni sus medios de expresión en la realidad existente, pueden al fin ser llevados a la luz del dia y hacerse manifiestos. Pero esto supone que se haya dado una oportunidad a los actores para compartir sus experiencias. Un orden dominante es una situación en la cual un pequeño número tiene el privilegio de definir los contornos de la realidad y de ejercer un poder sobre un gran número que supuestamente acepta la realidad tal como es, es decir, que supuestamente también obedece. Para que este proceso tenga éxito, se requiere que el gran número a quien el estado de cosas existente desfavorece, o explota, sea mantenido en la fragmentación. Ahora bien, los períodos en los cuales parece debilitarse la robustez de la realidad son favorables a la emergencia de movimientos en cuyo seno se puede compartir la experiencia, vivida por cada uno de los actores como individual. Decir que estos movimientos son colectivos es insuficiente. Son movimientos que se orientan hacia lo colectivo, que ponen en marcha a un colectivo, constituyendo un lenguaje, modos de acción, dispositivos susceptibles de establecer formas más generales por medio de las cuales las experiencias individuales, que por definicion son siempre singulares, podrán ser comparadas y acercadas, y así transformarse en reivindicaciones entonces llamadas colectivas.
Como se ha visto en el curso de la revolución tunecina, un acontecimiento particular ocurrido a una persona particular (en este caso, el suicidio de un licenciado sin trabajo), y que podría pertenecer a la categoría de pura singularidad biográfica, puede servir de polo de atracción y de modelo. Un gran número de personas, también oprimidas, aunque sea siempre de manera ligeramente diferente, podrán reconocerse en este acontecimiento. Él habría podido ser uno de ellos, o su hermano, o su hijo.
En esta perspectiva, las principales tareas de un movimiento revolucionario son, por una parte, suscitar acontecimientos capaces de poner a prueba la realidad y, de esta manera, desvelar su fragilidad. Y por otra parte, hacer posible esta puesta en común de las experiencias individuales. Darle un lenguaje y lugares de expresión. De forma que se pueda sacar partido de las situaciones favorables que puedan presentarse, es decir, de las situaciones en que la realidad existente pierde su aparente robustez, bien sea bajo la acción de un movimiento de protesta (por ejemplo, una huelga), o por razones intrínsecas, relacionadas con las contradicciones del capitalismo. Es necesario que los actores puedan encontrar entonces recursos para compartir sus experiencias que se enraízan en el mundo y apoyarse en ellas para contestar lo que puede denominarse la realidad de la realidad, y para hacer inaceptable la realidad tal como es y construir otra diferente.
Sigue siendo sin embargo importante, a mi juicio, que estos movimientos revolucionarios contribuyan a plantear reivindicaciones colectivas, pero también que no aplasten nunca bajo el peso de la reivindicación colectiva la dimensión individual de las experiencias de los actores.
Considerar sólo singularidades individuales se agota en el psicologismo y en la ayuda social personalizada. Pero insistir únicamente en la dimensión colectiva de los procesos que condicionan a los actores encierra otro riesgo, el de la “lengua de madera”. Esto es, un discurso completamente hecho, que se supone válido para todas las situaciones, cualesquiera que sean, al precio de un aplastamiento o una negación de las condiciones y de las experiencias singulares. Cuando esto ocurre –como se pudo ver en el caso de los Partidos Comunistas occidentales en los años 1950-1980–, los actores tienden a desertar de la arena política y a dudar de lenguajes políticos en los que no reconocen nada de su propia experiencia, porque es precisamente la suya y no la de otro. Mantener el equilibrio entre la construcción de sistemas de equivalencias, absolutamente necesario para reabsorber la fragmentación, y el respeto a las situaciones singulares, es, a mi juicio, una de las dificultades principales que un movimiento revolucionario debe saber afrontar. No hay que olvidar nunca que la gente, cuando se rebela, va siempre por delante no sólo de los sociólogos sino también de los políticos.
Luc Boltanski es sociólogo. Autor junto con Eve Chiapello de un libro de referencia del pensamiento crítico de nuestra época El nuevo espíritu del capitalismo. Madrid, Akal, 2002
Traducción: VIENTO SUR
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