Por: Naomi Wolf
Revista Ñ
Es probable que la última hamburguesa que comió en un restaurante de comidas rápidas a usted no le haya costado prácticamente nada. Pero ¿cuánto le costó la rodaja de tomate que había en esa hamburguesa al trabajador que la hizo llegar hasta ahí? En casi todas partes del mundo –incluido EE.UU.– ese costo puede llegar a ser escandalosamente alto.
Los salarios pasmosos son sólo el comienzo. En Florida, los recolectores de tomate ganan un promedio de US$ 0,50 por cada balde de 14,5 kilogramos. Un trabajador que cosecha todo el día gana con suerte US$ 10.500 anuales quedando debajo de la línea de pobreza.
Siguen luego las alarmantes violaciones a los derechos humanos. En México, las autoridades liberaron recientemente a casi 300 personas, entre éstas 39 adolescentes, que eran mantenidas “en condiciones similares a la esclavitud en un campamento donde se clasifican tomates y se los envasa para exportación”. Las autoridades federales estadounidenses definieron a los campos de tomates de Florida como “la zona cero de la esclavitud actual”. Los abusos a los que son sometidos allí los trabajadores agrícolas por los intereses de la agroindustria han sido graves y sistemáticos.
Cabe señalar aquí la Campaña para una Comida Justa –una lucha por mejores salarios y condiciones que los recolectores de tomate en Florida y sus aliados han librado y en gran medida ganado. Su esfuerzo no sólo pone en evidencia los obstáculos que enfrentan las organizaciones de trabajadores en una época de subcontratación y cadenas de alimentos globales, sino que también podría servir como modelo para los trabajadores de otros sectores.
Durante muchos años, la industria del tomate en Florida dependió de trabajadores blancos y afro-estadounidenses pobres. Actualmente, depende de jornaleros con bajos salarios de Haití, México, Guatemala y otros países de América Central –un cambio que debe mucho a dos decenios de liberalización del comercio. Políticas como el Tratado de Libre-Comercio de América del Norte (TLCAN) permitieron a las multinacionales vender producción barata en México y otros países a precios más bajos que los agricultores locales y desalojar a millones de personas de sus tierras. En busca de empleo, muchos migraron a los EE.UU. donde, como trabajadores desprotegidos, fueron a trabajar para las mismas multinacionales.
Pero la globalización ahora está afectando la táctica que eligieron los trabajadores rurales. Como señala Jake Ratner, un joven activista que trabaja para Just Harvest USA, las corporaciones globales suelen estar al margen de tácticas tradicionales como los boicots. Por ello, los jornaleros rurales y sus aliados han elegido una metodología novedosa de “eliminación de marca” que ataca la imagen pública de las empresas –y eso ha atraído la atención de los encargados de tomar las decisiones en lo alto de la jerarquía alimentaria global.
El programa de Campaña para una Comida Justa se propone persuadir a todos los grandes compradores de tomates de adherir al Programa por una Comida Justa (FFP es su sigla en inglés) que, por un pequeño recargo –un penique por libra (453 gramos)– cambia considerablemente las vidas de los trabajadores y sus familias. Según FFP, los trabajadores que cobraban US$ 0,50 centavos por balde de 14,5 kilos (precio que no aumentó en más de 30 años) reciben US$ 0,82 –o sea un incremento de 64%. Una tercera organización, el Consejo de Normas para una Comida Justa monitorea el sector para verificar que se cumplan las normas vinculadas a los salarios y los derechos humanos.
Antes del lanzamiento del FFP en noviembre de 2010, la poderosa industria del tomate en Florida se había resistido a aumentar el precio por balde o a adherir a los códigos de conducta para proteger a los trabajadores de los abusos. Esto cambió cuando los activistas empezaron a acosar a las corporaciones multinacionales en lo alto de la pirámide y no a los productores (que en la actualidad son simplemente intermediarios aplastados por las empresas globales). A raíz de esto, once de las corporaciones alimentarias globales más grandes que compran sus tomates a los productores de Florida –como McDonald’s, Taco Bell y Burger King– y cadenas de supermercados como Whole Foods y Trader Joe’s adoptaron el FFP.
El FFP no solamente elevó los salarios de los trabajadores. Una línea confidencial para denuncias permite a los trabajadores informar sobre violaciones a los derechos humanos; desde 2011 se han recibido más de 300 llamadas (todas fueron investigadas y la gran mayoría se resolvió).
Asimismo, antes del FFP, los trabajadores del tomate en Florida debían levantarse entre las tres y las cuatro de la mañana para tomar autobuses y llegar a los campos en el momento en que entraban las órdenes. Pero no se les permitía comenzar a cosechar hasta 2-3 horas más tarde, cuando el rocío en las plantas se secaba –un tiempo por el que no se les pagaba nada. Ahora, con la introducción de los relojes obligatorios del FFP, los trabajadores pueden fichar y registrar sus horas de trabajo, garantizando que por lo menos recibirán el salario mínimo del Estado. De ahí que a los productores ya no les convenga que empiecen tan temprano, lo cual les da más horas de sueño –y pueden desayunar con sus familias.
Sin estos programas, la presión de las multinacionales subsiste. Al hacer uso de su enorme poder adquisitivo, las grandes corporaciones alimenticias multinacionales empujan los precios para abajo, lo cual no sólo empobrece a los trabajadores rurales, sino que también erosiona los beneficios de los productores que los emplean. Mientras tanto, la disgregación y la “des-intermediación” de las corporaciones globales permiten que éstas creen barreras formales gracias a las cuales los directivos no ven nunca a sus propios trabajadores (y productores), ni hablar de verse influenciados por ellos.
Viví esto directamente cuando me sumé a una protesta organizada por la Coalición de trabajadores de Immokalee contra el punto de venta de comidas rápidas de Wendy’s en Union Square, Nueva York. (Cuatro de las cinco corporaciones de comidas rápidas han adherido al FFP, Wendy’s quedó afuera.) Mencionando la política de la empresa, los gerentes de Wendy’s se negaron a aceptar una carta donde los manifestantes solicitaban a la empresa que adhiriera al FFP y les dieron el número del portavoz empresarial de Wendy’s. Los activistas dicen que el resultado de llamar a ese número es obtener un modelo de comunicado formal y que nadie habla nunca con ellos directamente.
De todas maneras, la campaña de FFP puede a la larga conseguir que Wendy’s firme –logrando que la rodaja de tomate sea un poco más sabrosa para los clientes con conciencia. Quizá más importante aún, desarrollar una coalición de trabajadores, clientes, y activistas aliados para ejercer presión arriba podría representar un modelo de cambio positivo para los trabajadores en las industrias globalizadas de India, Bangladesh, China y otros lugares.
© Project Syndicate. Traducción de Cristina Sardoy
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