lunes, 9 de diciembre de 2013

Si Nelson Mandela realmente hubiera ganado, no sería visto como héroe universal

Por: Slavoj Žižek
theguardian.com

En las dos últimas décadas de su vida, Nelson Mandela fue celebrado como el sujeto ejemplar que liberó un yugo colonial sin sucumbir a la tentación del poder dictatorial ni a la postura anticapitalista. En resumen, Mandela no fue Robert Mugabe, y Sudáfrica mantuvo una democracia multipartidista con libertad de expresión y una economía vibrante bien integrada al mercado global, inmune a experimentos socialistas improvisados. Ahora, con su muerte, su talla de hombre sabio y piadoso parece confirmarse para la eternidad: hay varias películas de Hollywood sobre él -fue caracterizado por Morgan Freeman, quien también, por cierto, hizo el papel de Dios en otra película- estrellas de rock y líderes religiosos, deportistas y políticos que abarcan desde Bill Clinton hasta Fidel Castro están unidos en su beatificación. 

¿Es ésta, sin embargo, la historia completa? Dos hechos claves permanecen borrados en esta visión festiva. El primero es que en Sudáfrica la vida miserable de la mayoría pobre permanece casi igual a la que hubo durante el apartheid, y el ascenso de los derechos políticos y civiles se contrapone con la inseguridad, la violencia y el crimen igualmente crecientes. El cambio principal es que la vieja clase blanca dominante se ha unido a la nueva élite negra. Segundo, la gente recuerda el viejo African National Congress (Congreso Nacional Africano) que prometió no sólo el fin del apartheid, sino más justicia social, incluso un especie de socialismo. Este pasado mucho más radical del ANC ha sido borrado gradualmente de nuestra memoria. No es de extrañar que la rabia esté creciendo entre los pobres y negros sudafricanos. 

A este respecto, Sudáfrica es sólo una versión de la historia recurrente de la izquierda contemporánea. Un líder o un partido elegidos con entusiasmo universal, que promete un "nuevo mundo", pero luego, tarde o temprano, tropieza con el dilema: ¿nos atrevemos a tocar las mecánicas del capitalismo, o nos decidimos a "jugar el juego"? Si se alteran estos mecanismos, se es "castigado" muy velozmente por las perturbaciones del mercado, el caos económico y demás. Por esta razón es muy simple criticar a Mandela por abandonar la perspectiva socialista después del fin del apartheid: ¿de verdad tenía una opción? ¿Era el cambio al socialismo una opción real?

Es fácil ridiculizar a Ayn Rand, pero hay un grano de verdad en el famoso "himno al dinero" de su novela La rebelión de Atlas: "Hasta que y únicamente cuando descubras que el dinero es la raíz de todo lo bueno, buscarás tu propia destrucción. Cuando el dinero deja de convertirse en el medio por el cual los hombres se involucran los unos con los otros, entonces se convierten en herramientas de otros hombres. Sangre, latigazos y armas, o dólares. Toma tu decisión: no hay otra". ¿Acaso no dijo Marx algo bastante parecido en su bien conocida fórmula de cómo, en el universo de mercancías, "las relaciones entre las personas asumen el aspecto de las relaciones entre las cosas"? 

En la economía de mercado, las relaciones entre las personas pueden aparecerse como relaciones de libertad e igualdad: la dominación no está más directamente constituida y visible de por sí. Lo problemático en las palabras de Rand es la premisa de trasfondo: la única escogencia posible está entre las relaciones directa e indirecta de dominación y explotación, de manera que cualquier otra alternativa queda relegada como utópica. Sin embargo uno debería tomar en cuenta la verdad contenida en la no obstante ridícula proposición ideológica de Rand: la gran lección del Estado Socialista fue efectivamente que la abolición directa de la propiedad privada y del mercado regulado de intercambio (market-regulated exchange), sin contar con formas concretas de regulación de los procesos de producción, necesariamente resucita las relaciones de servidumbre y dominación. Si simplemente abolimos el mercado (incluyendo al mercado de explotación) sin reemplazarlo por una adecuada forma de organización comunista de producción e intercambio, la dominación regresa vengativa, y con ella la explotación directa.

La regla general es que cuando comienza una revuelta contra un régimen opresivo y pseudodemocrático, como fue el caso de Medio Oriente en 2011, es fácil movilizar grandes multitudes con eslógans tácitamente venerados por las masas: "por la democracia", "contra la corrupción", por ejemplo. Pero luego gradualmente encontramos elecciones más difíciles, cuando la revuelta alcanza su objetivo directo. Entonces nos damos cuenta de que lo que realmente nos molestaba (nuestra libertad, nuestra humillación, la corrupción social, la falta de posibilidades para tener una vida decente) continúa con una nueva apariencia. En este punto la ideología dominante moviliza su arsenal entero para prevenirnos de alcanzar la conclusión radical. Empiezan por decirnos que la libertad democrática trae su propia responsabilidad, que viene con un precio, que todavía no somos maduros si esperemos demasiado de ella. De esta manera nos culpan por nuestro fracaso: en una sociedad libre, se nos dice, todos somos capitalistas invirtiendo en nuestras vidas, poniendo más en educación que en divertirnos si queremos ser exitosos.

En un plano más directamente político, la política exterior de los Estados Unidos contiene una detallada estrategia sobre cómo ejercer control de daños recanalizando un levantamiento popular entre los límites de un parlamentarismo capitalista aceptable -como fue hecho satisfactoriamente en Sudáfrica después de la caída del régimen del apartheid, en Filipinas después de la caída de Marcos, en Indonesia después de la caída de Suharto, y asimismo en otros lugares-. En esta coyuntura, las políticas radicales de emancipación enfrentan su mayor reto: cómo empujar las cosas más lejos después de que el primer estadio entusiasta se ha terminado, cómo dar el siguiente paso sin sucumbir a la catástrofe de la tentación "totalitaria". En otras palabras, cómo llegar más lejos que Mandela sin convertirse en Mugabe. 

Si queremos permanecer fieles al legado de Mandela, deberíamos olvidarnos de las lágrimas de cocodrilo y centrarnos en las promesas incumplidas que su liderazgo erigió. Podemos suponer sin temor a equivocarnos que, debido a su indudable grandeza política y moral, seguramente al final de su vida fue un anciano amargado, bien consciente de cómo su triunfo político y su encumbramiento como héroe universal no se traducen en otra cosa que en la máscara de una amarga derrota. Su gloria también es un signo de que él realmente no modificó el orden global del poder.

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